jueves, febrero 28, 2008

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Miro por la ventana y llueve.
Acaso pudiera ser más gris esta ciudad?


Ayer salí cansado de mi trabajo, como tantos miércoles de esta vida rodillo en la que camino,camino, camino, sin moverme a ningún lugar.
Morí de calor en el subte y me apretaron cuerpos contra la puerta corrediza.
Sentía codos en mi espalda, en mi flanco derecho. Una cara desconocida pegada a mi sien.
Mi cola fusionándose con la cola de una rubia.
Cosas que en otro ámbito serían pasibles de una acalorada acusación sexual.
Durante la hora pico los cuerpos pierden individualidad en los vagones subterraneos. Los miembros se vuelven ajenos. Objetos, con vida propia, que poco o nada tiene que ver con su portador.
Masas de carne humana compactada, como una hormiga pegada a la suela de una ojota.
Y qué me importa.
Me entrego cotidianamente a ese juego urbano.
Inevitable folklore de una prometedora ciudad, que no cumplió sus promesas, y ahora mira su pasado, desde el porche de lo que pudo haber sido, nostálgica.
Es hora que tome viagra esta puta.
Salí del subte en la escalera mecánica, como quien saca la cabeza fuera del agua, a tomar aire.
Mi metabolismo se disparó y sentí las gotas de sudor creciendo en la curvatura de la espalda
Entonces ahí íbamos, los oficinistas del centro, las recepcionistas glamorosas (intocables),los ejecutivos con maletín, los cadetes de escribanía, los trajes a raya, polleras tubo hasta las rodillas, las corbatas de seda y la gabardina, todos, con la espalda sudada.
Después de todo el sudor es algo natural, viajar en subte no. No está tan mal.
Dulce venganza de la naturaleza.
No saqué boleto en un leve acto de protesta y atravesé los molinetes del tren mostrando un boleto viejo.
Anden 4, salida 18:40. Un clásico muy aburrido.
Faltaban 20 minutos para que llegue el tren. Estaba décimo en la cola.
Prendí un cigarrillo y me puse a escuchar la radio.
El tren llegó perezoso, la gente desesperó por entrar.
Hay una extraña proporción directa entre la gente más débil y la cantidad de empeño que pone en conseguir un lugar.
Más viejo choto, más se te va a colar.
Me chupa un huevo.
Camino despacio hasta el furgón y me siento sobre un reborde de metal.
Entre las bicicletas, las cajas atadas y la eterna mugre del piso, viaja la gente con más códigos y calle del tren. Yo me cuelo allí y, observando, trato de aprender algo.
La mujer de los parlantes de Retiro anuncia algo y nadie escucha, excepto yo: el tren con destino a Bartolomé Mitre (mi destino final) cambiaba de unidad.
Salí del tren y crucé al tren correspondiente. Estaba vacío, elegí un lugar al lado de la ventana.
La mujer vociferó, una vez más, el anuncio y esta vez la masa entera se empujó y estrechó en el afán de conseguir un lugar en el nuevo tren.
La gente no había terminado de acomodarse cuando las puertas se cerraron de un golpe y el tren arrancó.
Al lado mío se sentó una mujer de unos 40 años, abrió un libro y se sumergió en él.
Recosté mi cabeza, cerré los ojos y poco a poco, fui alejándome de las costas de la conciencia hasta quedarme dormido.
BUM!
Me desperté, había una llamarada a mi lado, del lado de afuera saliendo, no mucho más abajo, de mi ventana.
El fuego era muy amarillo, no anaranjado, y parecía salir con presión.
La gente alrededor miraba lo que sucedía y me miraba a mí, alternadamente.
Así de repentino cómo empezó, cesó todo.
Mi vecina ya no estaba, nadie estaba al lado mío después del incidente.
Me había dormido unos 20 minutos, ya habíamos avanzado muchas estaciones.
El mundo siguió mientras yo flotaba en la nada.
Me corrí al asiento más alejado de la ventana y volví a entregarme al sopor...
BUM!
De nuevo esa trola explosión.
Esta vez la vi entera.
Pequeñas bolas de fuego saltaron para todos lados. Una señora desde una calle abrió los ojos grandes.
La misma llamarada amarilla, el mismo final.
El tren siguió hasta la siguiente estación y al frenar la gente lo desalojó con pánico.
En mi lugar me sentía seguro pero todos los asientos alrededor mío estaban vacíos y todos me miraban, como si yo fuera un insolente sinvergüenza que pretendía reirme en la cara de la mismísima Muerte.
Yo sólo tenía fiaca.
Bueno, me crucé a otros asientos.
El maquinista, el guarda, dos viejos, una señora, todos hablaban al respecto mirando desde afuera, y a pertinente distancia, lo que sería desde afuera el manchón de la quemadura.
Me cago en su criterio.
Escuché algo de que el tren se quedaría en esa estación y no terminaría el viaje.
Suerte perra.
No me moví del asiento, ¿Qué más daba?.
Al rato la Junta Deliberante subió, cerraron las puertas del tren y arrancó...
Faltaban pocas estaciones.
Pasó una. Nada. Bien.
Pasaron dos. Nada de nada. Muy bien +.
Quedaban sólo dos estaciones.
BUM!
La concha de la lora!
Estaba tan cerca de llegar.
Llegó a la estación y montaron el circo una vez más: gente huyendo, gente debatiendo.
Tomó menos tiempo, el tren siguió, no explotó más.
Llegó a la estación terminal. Me bajé del tren y mucha gente subió.
Pensé en avisarles, pero buen, se mataban a codazos por un puto lugar.
Argentina 2008. Feliz regreso a casa.

Y encima llegué tarde a la peluquería y se negaron a cortarme el pelo.